Entre el mito y la forma
Exposición de Paolo Herrera, octubre 2009. Alianza Francesa
El imaginario iconográfico del arte occidental debe al mito momentos memorables de configuración visual, tanto en el arte originado en la profundidad de los tiempos idos como en los de la era contemporánea. Recordemos, por ejemplo, al enigmático Hieronymus Bosch saturando el Jardín de las delicias con personajes y otras entidades fantásticas como síntesis simbólica. Mucho después, en pleno siglo XX, el Minotauro volvería como contenido mítico del sistema gráfico picassiano, motivo que cruza elementos de la cultura ibérica con la mitología arcaica griega. Así, otros momentos del arte visual habían desarrollado y sostenido la vigencia plena de lo mítico en el imaginario de nuestros días a través de la metamorfosis visual: Francis Bacon y sus rostros deconstruidos, las máquinas imposibles de los surrealistas, o los mismos fotomontajes de Hannah Höch.
Entonces, queda claro que el devenir de lo visual en el arte funda su metamorfosis en las emergencias de la imaginación mítica, psicológica, simbólica, histórica…; meollo que interesa a campos disciplinarios específicos y promueve la investigación de lo creativo-expresivo en el sistema de las artes contemporáneas, aunque ello parezca paradójico en el presente tecnológico del arte. Desde esta perspectiva, la motivación primera en la obra que plantea Paolo Herrera procede del fondo insondable que constituyen la vida y la muerte como componente fundamental del misterio de lo real; cuestión que el arte y su naturaleza inquisitoria lo asume desde el signo plástico, aun sabiendo que éste nunca pueda hacerse de lo real: el signo es por naturaleza fraudulento y por ende enigmático, insuficiente, ficcional, sugerente…
La figura dibujada define todo el horizonte imaginario de Paolo. Es un sistema gráfico que ora puja con la superficie del soporte, ora mide fuerzas con los medios y el espacio de composición, además tiene que vérselas con un campo de valores dominantes determinado sólo por el blanco del papel, por un lado, y la monocromía del fondo pictórico, por el otro. En esta definición del campo, aparentemente limitada, la figura dibujada –a veces con la misma pintura, a veces con grafito…- sufre distorsiones significativas, acaso propiedad genuina de la forma expresiva o confirmación flagrante – y Paolo lo sabe- de que la deformación es inherente a la expresión artística, en el grado que fuera. De ahí que el discurso de la forma deviene transfiguración y metamorfosis, aquella que proviene del salto que supone toda representación de lo real, que no es otra cosa que el mito de lo real, así sea originado en lo meramente perceptivo o en la complejidad histórica, intuitiva o intelectiva.
Finalmente, y por sobre todo, el conjunto de obras hace evidente que la forma del arte salvada del mero gesto efectista y superficial da lugar al signo expresivo, ése que se gesta en la frontera misma de la pulsión motivadora liberada en y a través de los medios gráfico-pictóricos; pues el manierismo lato con su poder sugestivo sólo simula el extravío del concepto y el envilecimiento de la forma.
Carlos Sosa
Crítico de Arte
As., octubre de 2009
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